Auschwitz o el Holocausto
Fernando Díaz Villanueva*
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En memoria de todos los que murieron a causa de la barbarie y el sinsentido nazi.
El 27 de enero de 1945, soldados del Ejército Rojo que pertenecían al
primer frente ucraniano franquearon las puertas del mayor, peor y más
letal campo de exterminio que haya conocido la humanidad. Era un típico
día de invierno en el sur de Polonia, la nieve lo cubría todo y aún se
podía respirar el humo que salía de los crematorios, que las SS habían
dinamitado para borrar las huellas del crimen. Todo lo que se
encontraron los soviéticos fue una masa informe de almas deambulantes y
esqueléticas que iban sin rumbo de un lado a otro, en espera de su
inevitable final.
Aunque los atónitos soldados que habían llegado al campo todavía no lo
sabían, en aquel rincón perdido y abandonado de la mano de Dios se había
perpetrado el mayor asesinato en serie de la historia. Su nombre:
Auschwitz-Birkenau. Su razón de ser: exterminar a un pueblo entero,
borrarlo de la faz de la tierra; en silencio, dejando como único testigo
las tupidas aguas del río Sola, adonde habían sido arrojadas, día tras
día y durante años, las cenizas de los que morían de hambre, a manos de
los guardias o en las cámaras de gas.
El balance era estremecedor. En el campo principal, el de Auschwitz,
sólo quedaban unas mil personas con vida; en el de Birkenau, la factoría
de la muerte, 6.000; en el tercero, el de Monowitz, dedicado al trabajo
esclavo, 600, que se refugiaban como animales asustados en la fábrica
de IG Farben, una de las empresas alemanas que se habían aprovechado de
la abundante mano de obra que proporcionaba el Reich. Menos de 8.000
supervivientes en un lugar donde, en menos de un lustro, habían sido
asesinadas a mansalva más de un millón de personas inocentes.
Aunque el de Auschwitz fue uno más de toda una constelación de campos
consagrados al exterminio, es, por méritos propios, el símbolo inmortal
del Holocausto, del asesinato premeditado y planificado de millones de
seres humanos, condenados a muerte por el mero hecho de ser judíos. En
su interior se dio cita toda la crueldad y la infamia que puede caber en
el alma humana. Nuestra lengua carece de adjetivos para aproximarse
siquiera al dolor y al sufrimiento que unos fanáticos infligieron
gratuita y concienzudamente a un millón largo de inocentes.
De los guetos a la Operación Reinhard
Tras la conquista de Polonia, en 1939, los alemanes reorganizaron el
país a su antojo. Una parte fue anexionada al Reich para servir de Lebensraum
o espacio vital a la “raza superior”, llamada a dominar el mundo. En la
otra se constituyó un área ocupada que recibió el nombre de Gobierno
General de Polonia. La idea de los nazis, tal y como Hitler insistía una
y otra vez, era convertir a los polacos en un pueblo esclavo al
servicio de sus amos, étnicamente superiores. Para ello era preciso
dotarles de un pequeño territorio gobernado por alemanes y,
naturalmente, mantenerles sometidos, para evitar que en un futuro se
rebelasen. Se decidió entonces que ningún polaco pudiese acceder a la
educación. Con las letras básicas y un profundo adoctrinamiento para
enseñarles quién mandaba y quién obedecía sería suficiente.
Lo de los judíos era otro cantar. En los delirios nazis, el judío era
algo peor que un pueblo esclavo destinado a servir a los alemanes: era
un pueblo culpable cuyo único destino posible era la desaparición. Al
principio se pensó en crear una “reserva hebrea” en los bordes del
Reich, idea que fue pronto desechada. Los gobernantes nazis despreciaban
al eslavo, lo consideraban inferior, pero consentían su existencia
dentro del nuevo orden establecido. Al judío, sin embargo, lo
aborrecían, lo culpaban de todos los males y no ocultaban que su lugar
natural era estar bajo tierra. El problema es que eran muchos,
especialmente en Polonia. ¿Qué hacer con ellos?
En un principio se decretó la concentración de los judíos polacos en las
ciudades del Gobierno General. Decenas de miles fueron recluidos en
minúsculos recintos cercados de las principales ciudades del país. En
algunos, como los de Varsovia, Lodz y Cracovia, fueron hacinaros por
cientos de miles. Sólo en el gueto de Varsovia malvivían 400.000
personas. Las condiciones de los guetos eran infames. Faltaban la
comida, el agua y los servicios médicos. Como consecuencia, la
mortalidad era altísima. Pero no era suficiente para los nazis. Morían
demasiado despacio; además, el mantenimiento de los guetos representaba
un continuo dolor de cabeza para el gobernador general.
Holocausto en Polonia
En 1942, después de la decisiva reunión de Wansee en la que se decidió
la “Solución Final” para el problema judío, los nazis empezaron a vaciar
los guetos. Su destino era un nuevo tipo de campo, concebido para
albergar a los prisioneros el tiempo justo de eliminarlos. Un comandante
de las SS, Herman Höfle, fue comisionado por Himmler para inaugurar el
exterminio sistemático en una operación sin precedentes. Se la denominó Aktion Reinhard.
Se ultimaron las obras de los campos de Majdanek, Sobibor, Treblinka y
Belzec, y al poco los grandes guetos de Varsovia, Cracovia y Lodz fueron
evacuados. En trenes de ganado, cientos de miles de personas fueron
conducidas a estos campos y liquidadas casi en el acto.
El método era tan sencillo y, a la vez, tan perverso que causa
escalofríos sólo describirlo. Nada más llegar al campo, los pasajeros
descendían de los vagones y eran divididos en tres categorías: mujeres,
hombres y niños. Nada hacía pensar a las víctimas su inevitable final.
El engaño era absoluto. En Treblinka, por ejemplo, los alemanes crearon
un bello decorado para la estación de llegada. Desde los trenes se veían
casitas de madera rodeadas de jardín y junto al bosque. La estación
propiamente dicha semejaba un pequeño apeadero de pueblo, con su
preceptivo reloj, que, al carecer de mecanismo, marcaba siempre las tres
de la tarde. Muchos de los que llegaban al matadero pensaban que ése
era el lugar que Hitler había elegido para reasentar a la comunidad
judía, en el confín oriental del Gran Reich. Las casitas eran reales,
pertenecían a los oficiales del campo, pero la estación era un ramplón
decorado de cartón piedra.
Una vez separados por sexos se les llevaba a un área específica, donde
debían desnudarse y dejar todas sus pertenencias. A cambio se les
entregaba un cordel, con el que debían anudar sus zapatos; para que
creyeran que, tras la desinfección, iban a recuperarlos. Vana ilusión:
tras desprenderse de todo pasaban a un patio, donde guardias de las SS
les azotaban con látigos para que fuesen entrando en una cámara cerrada
herméticamente. Les hacían correr para que, fatigados, inhalasen más
aire dentro de la cámara. Allí, la máquina de la muerte se ponía en
marcha.
Los guardias encendían un motor diésel, conectado por un tubo a la
cámara. En pocos minutos todo había acabado. Se abría entonces la cámara
y unos equipos (los Sonderkommando), formados por judíos,
entraban a limpiar la estancia de cadáveres. Volvían a registrar los
cuerpos uno a uno, por si habían escondido alhajas en la boca, el recto o
la vagina. Una vez hecha esta comprobación los trasladaban a las fosas
comunes, donde eran enterrados en hileras cubiertas de cal. Todo el
proceso se había desarrollado con exactitud de relojero: en menos de
cuatro horas, a contar desde la llegada al campo, los judíos habían sido
ejecutados y enterrados.
Esa era, al menos, la ilusión de los que habían diseñado el sistema. Lo
cierto es que no siempre fue así. Los comandantes de los campos,
poseídos por un instinto asesino propio de psicópatas, forzaban la
maquinaria constantemente. En Belzec, su comandante, Cristhian Wirth,
apodado el Salvaje, pronto superó la capacidad de exterminio de su campo
y tuvo que solicitar a Berlín la construcción de nuevas cámaras. Wirth
era el modelo de oficial de las SS que siempre quiso tener Himmler: un
asesino implacable y tenaz que no ahorraba sufrimientos a los judíos que
le había tocado exterminar. En su campo decidió que el gas de las
cámaras fuese el monóxido de carbono; pero no el proveniente de
bombonas, sino el de un motor de explosión. Así provocaba una muerte más
lenta, una dolorosa agonía que hacía las delicias de este demente. En
Sobibor, el campo tuvo que ser cerrado durante dos meses, en el verano
de 1942, para que se reordenasen las líneas férreas, que habían quedado
colapsadas con los convoyes de la muerte.
Treblinka fue el emblema de los campos de la Aktion Reinhard.
Entre sus alambradas se asesinó a casi un millón de judíos. Tal fue el
ritmo que se imprimió a las labores de exterminio que el caos generado
desembocó en una rebelión interna, la única de envergadura que tuvo
lugar en los campos nazis. El comandante de Treblinka era el médico
Irmfried Eberl, un trastornado que se empeñó en batir todos los récords
de genocidio para hacer méritos en la cancillería del Reich. A sus
órdenes se encontraba Kurt Franz, llamado Lalka por los judíos que
servían en el campo, el verdadero alma de Treblinka.
Todos los hombres tenemos un entorno en el cual nos encontramos a
nuestras anchas: el de Lalka era Treblinka. Se vanagloriaba de poder
matar a 6.000 judíos en sólo 76 minutos, tiempo que se había tomado el
trabajo de cronometrar. Bajo su supervisión directa se llegaron a
despachar hasta cuatro trenes diarios llegados de Varsovia, con 25.000
personas a bordo.
El dúo Eberl-Franz estaba convencido de que podía superar los límites.
Siguieron pidiendo trenes a las autoridades de las SS, asegurando que
Treblinka daba abasto gracias a su eficiente gestión del campo. Las
cámaras de gas funcionaban día y noche, pero no era suficiente. Franz
dio orden a sus guardias de ir abatiendo a tiros a los prisioneros. Se
encaramaban en tejados y disparaban sin cesar a la multitud que acababa
de bajar del tren. Esto solía ocasionar un caos considerable, caos que
se resolvía con más y más balas. Durante meses las vías del tren
estuvieron jalonadas de un sinfín de cadáveres que no daba tiempo a
enterrar. El olor de los muertos en descomposición llegaba hasta las
aldeas polacas circundantes, lo que obligó a las SS a intervenir. Eberl
fue cesado; pero no por genocida, sino por haber organizado tan
malamente el genocidio. Porque, para la mentalidad nazi, el exterminio
judío era un ajuste de cuentas privado, entre ellos y sus indefensas
víctimas. Hitler moriría años más tarde orgulloso de su “obra”, pero
mientras la estuvo llevando a cabo se cuidó muy mucho de que fuese
conocida por la comunidad internacional.
Cumplido su cometido de liquidar a los habitantes de los guetos, los campos de la Aktion Reinhard
fueron cerrados y desmantelados. Los continuos reveses en la campaña
rusa a partir de 1943, además, hacían temer a Himmler que algún campo
cayese en manos de los rusos y se descubriese el horror. En Sobibor se
abrieron las fosas y se ordenó quemar los restos para tratar de ocultar
la carnicería. Hoy, de ellos tan sólo queda el recuerdo. Un ominoso
recuerdo que pesará por siempre en la conciencia de Europa. En lo que
fue Sobibor se erige hoy el Santuario Nacional de Polonia. El antiguo
solar de Treblinka hoy lo preside un gran monolito en memoria del casi
millón de vidas que se perdieron allí.
Auschwitz, la guinda de la Solución Final
La Aktion Reinhard había alumbrado un novedoso, macabro y muy
eficiente tipo de exterminio de población civil. En los cuatro campos
donde se aplicó se había liquidado, a finales de 1942, a casi 1,3
millones personas, la inmensa mayoría judíos polacos que habían estado
confinados en guetos. El sistema había pulido todas sus deficiencias
originales. Los alemanes habían aprendido, por ejemplo, que no sólo
había que matar, también eliminar el cuerpo definitivamente, sin dejar
rastro. Habían testado la capacidad de exterminio de las cámaras, y los
flujos humanos que podían absorber en un tiempo determinado. Poseían un
conocimiento directo de cómo organizar un campo y ponerlo a funcionar en
pocas semanas. Los responsables del genocidio, oficiales y guardias de
las SS, estaban entrenados y especialmente motivados con su cometido,
que muchos consideraban sagrado. Los transportes estaban organizados, y
el personal ferroviario, perfectamente adiestrado en las deportaciones
masivas. A principios de 1943, en pleno ecuador de la guerra, cuando los
soldados del VI Ejército alemán eran masacrados en Stalingrado, ante la
indiferencia absoluta del Führer, la maquinaria de exterminio ciego y
sistemático estaba perfectamente engrasada.
Le había llegado el turno a Auschwitz. El campo de la Alta Silesia había
sido mandado construir tres años antes, poco después del comienzo del
conflicto, junto a un pueblo llamado Oswiecim. Todo lo que había en el
lugar eran unos barracones semiabandonados que utilizaba el ejército
polaco y que databan de la época austrohúngara. Los primeros reclusos
fueron puestos a remozar lo existente y a levantar desde cero el campo
en el que, poco después, se tendrían que dejar la vida trabajando.
El diseño de campos estaba muy depurado en esa fecha. Los alemanes
poseían en el territorio del Reich todo un sistema penitenciario que
funcionaba a pleno pulmón. Todo estaba ya inventado. La disposición de
los barracones, las jerarquías internas, la organización de los
guardias. Cuando estalló la guerra, hasta el siniestro sistema de kapos de barracón estaba establecido. Los kapos
fueron un invento nazi, adoptado por primera vez en Dachau, que
consistía en elegir de entre los reclusos de cada barracón a uno, que
disponía de un poder absoluto sobre sus compañeros de presidio. Ser kapo en Dachau, en Auschwitz o en cualquier otro campo era un requisito casi imprescindible para sobrevivir.
La idea primera era convertirlo en un simple campo de tránsito para
polacos y otros prisioneros de guerra. Pronto se abandonó, y empezó a
dar cabida a todo tipo de condenados, desde presos políticos hasta
homosexuales. La naturaleza primigenia del campo era el trabajo, de ahí
que su primer y más célebre comandante, el infame Rudolf Höss, hiciese
inscribir sobre la puerta principal la leyenda Arbeit macht frei
(“El trabajo libera”). Naturalmente, el trabajo, en Auschwitz, no liberó
a nadie. El trabajo, siempre forzado, se consideró el paso previo a la
muerte. Rudolf Höss, que había servido como guardia en el campo bávaro
de Dachau, conocía bien lo que, para los nazis, significaba “trabajo”.
Durante su primer año de existencia Auschwitz pasó casi desapercibido, y
fue conformándose como un campo auxiliar donde iban a parar,
principalmente, prisioneros de guerra. La invasión de Rusia, en el
verano de 1941, aceleró esa tendencia. En otoño de ese año, tras el
fulgurante avance de la Wehrmacht por las llanuras de Bielorrusia,
fueron deportados a Auschwitz 10.000 prisioneros soviéticos, a los que,
nada más llegar, se les encargó la construcción de un campo anejo, a
unos tres kilómetros de distancia del principal, en el área de Brzezinka
o Birkenau, tal y como lo denominaron oficialmente los alemanes.
Pasados unos meses, de los constructores soviéticos de Birkenau apenas
quedó una centena con vida. Las condiciones eran brutales. Se les empezó
a tatuar el número de identificación en el cuerpo como si fuesen reses.
Ésta fue una de las innovaciones de Auschwitz; de hecho, fue el único
campo nazi que hizo uso de ella. Las raciones de comida rara vez pasaban
de una sopa aguada y algo de pan de centeno, y las jornadas de trabajo
las marcaba el viaje del sol por el arco celeste –lo que ocasionó que en
verano superasen, con creces, las catorce horas.
La mortalidad era tan grande que el promedio de vida en las
instalaciones para los trabajadores era de unas dos semanas. Los
barracones amanecían cada mañana con infinidad de cadáveres, gentes que
habían perecido durante la noche víctimas de la inanición y el
agotamiento. Eso hacía que Höss se sintiese ufano. Auschwitz empezaba a
ser el paradigma del campo perfecto. Y no sólo porque se hacía trabajar
hasta el último suspiro a los internos, también porque, tras ese
disfraz, su comandante estaba poniendo los cimientos de la industria de
la muerte que lo convertirían, a la vuelta de unos años, en la capital
del genocidio.
En Auschwitz se instaló la primera cámara de gas; y fue el primer campo
en emplear el mortífero Zyklon B. Ya desde la construcción del primer
campo, el principal, los mandos nazis se encargaron de que uno de los
bloques, el 11, fuese destinado a las torturas y ejecuciones. Las
pésimas condiciones físicas en que se encontraban los presos no hacían,
en principio, temer por sublevaciones o revueltas, pero el castigo
formaba parte de la naturaleza del lugar. En Auschwitz cualquiera podía
ser golpeado hasta la muerte; en cualquier momento y por cualquier
causa. O sin causa, que solía ser lo más habitual.
El Bloque 11 tenía su propia organización interna. Había dos
procedimientos: el veredicto 1, que significaba tortura, y el veredicto
2, que era sinónimo de ejecución inmediata. Muchos condenados por el
primero hubiesen deseado serlo por el segundo. El abanico de tormentos
que se practicaron en el Bloque 11 hubiese dejado blanco al más avezado y
cruel inquisidor español. Latigazos, descoyuntamientos, reclusiones de
castigo en celdas a oscuras donde no había posibilidad de sentarse,
ahogamientos. La crueldad que desplegaban los oficiales alemanes no
tenía límite. A algunos presos les introducían la cabeza en estufas de
carbón hasta que, ciegos y abrasados, fallecían. A otros les prolongaban
el dolor metiéndoles agujas entre las uñas. Suerte tenía el que sólo
recibía un balazo en la nuca, beneficio reservado sólo para unos pocos
afortunados.
El descubrimiento del Zyklon B fue fortuito. El comandante Höss se
encontraba fuera del campo, y a su lugarteniente Fritsch se le ocurrió
que podía aplicarse a los humanos un insecticida utilizado para combatir
las frecuentes plagas. Auschwitz estaba situado en una zona húmeda,
drenada por dos ríos, que en verano se llenaba de mosquitos y todo tipo
de insectos. La nula higiene de los prisioneros y la abundancia de
cadáveres hacía, además, que este problema se multiplicase. Los guardias
los combatían con ácido prúsico cristalizado, un compuesto sólido
envasado en latas. La perturbada lógica de Fritsch le llevó a pensar que
era un método óptimo de acabar con grandes cantidades de personas de un
golpe, limpiamente, sin mancharse de sangre y, lo mejor, sin tener que
mirarles a la cara. A su regreso, Höss recibió la idea con agrado, y
puso en marcha la primera cámara en los sótanos del Bloque 11. Habían
dado con la ejecución perfecta, y así se lo hicieron saber a Himmler,
que quedó encantado.
Con el complejo de Birkenau en funcionamiento, a principios del verano
de 1942 Auschwitz empezó a recibir judíos como campo auxiliar de la Aktion Reinhard.
Los trenes llegaban principalmente de Europa occidental y de
Eslovaquia. Ésta es la razón por la que gran parte de los judíos
franceses, belgas y holandeses fueron ejecutados en Auschwitz y no en
los campos de la Aktion Reinhard. En julio, Himmler en persona
visitó el campo y supervisó las tareas de exterminio. Él, que había
quedado tan impresionado por los fusilamientos masivos de judíos a cargo
de los Einsatzgruppe el año anterior, encontró idóneos los nuevos
métodos de eliminación.
En Auschwitz, sin embargo, se mataba poco en aquellos meses. Sólo tenía
dos cámaras de gas operativas, conocidas como la Casita Roja y la Casita
Blanca, y un crematorio de reducidas dimensiones. No era necesario más.
El grueso de la operación recaía en los campos orientales de Treblinka y
Sobibor. Auschwitz aún era considerado por los alemanes un centro
destinado, eminentemente, al trabajo esclavo en sus dos modalidades: los
trabajos forzados para los prisioneros de guerra y el trabajo en las
empresas del Reich.
En menos de un año las cosas habían cambiado radicalmente, y Auschwitz,
que no había dejado de crecer y mejorar sus instalaciones, era el
compromiso exacto entre genocidio y trabajo que buscaban los gobernantes
del Reich; especialmente, los que trataban a diario con lo que, ya en
1943 y con dos millones de muertos en su haber, seguían denominando
“problema judío”. Auschwitz lo tenía todo, y el responsable primero del
Holocausto –el último siempre fue Adolf Hitler–, Heinrich Himmler, lo
sabía. Como campo de trabajo estaba más que rodado, y su situación era
idónea: ni demasiado al este como para alargar en exceso los viajes y
correr el riesgo de caer en manos del enemigo, ni demasiado al oeste, en
el Viejo Reich, solar de la raza aria. El campo se encontraba en el
mismo corazón de la Europa nazi. Era, por decirlo de algún modo, la otra
cara de Berlín, la capital del Reich de los mil años.
Las empresas alemanas habían acudido a Auschwitz como moscas a la miel.
Dentro de los lindes de jurisdicción de la autoridad del campo llegó a
haber decenas de subcampos destinados a albergar diversas instalaciones
industriales, que se beneficiaban del trabajo esclavo. Tal fue la
demanda, que la IG Farben construyó el tercer gran complejo de
Auschwitz: el campo de Monowitz. Cientos de miles de judíos trabajaron
hasta la muerte en esta empresa, y en otras que fabricaban todo tipo de
bienes a cuenta del Reich, al cual vendían buena parte de la producción.
Las condiciones de vida de estos campos no eran mucho mejores que las de
Auschwitz I o Birkenau. Las raciones de comida eran escasas e
insuficientes, las jornadas, agotadoras, y enfermedades como el tifus o
la disentería campaban a sus anchas. Los empresarios no tenían problema
alguno: si un interno moría, y lo hacían en cantidades industriales cada
semana, solicitaban a las SS los reemplazos pertinentes. Se estima que
el trabajo esclavo en Auschwitz llegó a reportar a las arcas del Estado
alemán unos 30 millones de marcos, que podrían haber sido muchos más si
el trabajo no hubiera sido tomado como un método de ejecución lenta.
La infernal explotación de los obreros esclavos en Monowitz enlaza
directamente con otra de las actividades más recordadas e infames de
Auschwitz: la experimentación médica con seres humanos. En el modo de
ver el mundo de los nazis, los judíos eran un tumor que había que
extirpar cuanto antes del cuerpo de la humanidad. Eso, sin embargo, no
era obstáculo para que los cirujanos encargados de la operación, los
nazis, aprovechasen la coyuntura exprimiendo hasta la última gota los
beneficios que para la sociedad podían extraerse del exterminio.
Auschwitz era, para un investigador médico fanatizado y sin escrúpulos,
el paraíso en la tierra. Los facultativos del Reich empezaron estudiando
la esterilización en humanos. El fin no se le ocultaba a nadie: si se
esterilizaba a los judíos se conjuraba para siempre la posibilidad de
que su raza pudiese perpetuarse. Pero éste era un método excesivamente
lento para los nazis, y pronto lo olvidaron.
En la primavera de 1943 fue destinado a Auschwitz un joven doctor de
Baviera que terminaría por ligar su nombre al del campo: Josef Mengele.
Mengele estaba obsesionado con la biología hereditaria; de hecho, era su
especialidad científica. En el campo encontró lo que jamás hubiese
soñado. Se apostaba, elegantemente vestido, a la llegada de los trenes
y, con la fusta, seleccionaba niños. Quería gemelos –Zwillinge!,
gritaba en los andenes–, para realizar todo tipo de experimentos. Su
idea era conseguir la fórmula de los partos múltiples, para aumentar la
natalidad en Alemania y llenar Europa de arios puros.
Con sus víctimas era desalmado y cruel: se estima que, en los momentos
de más actividad, llegó a asesinar en su laboratorio a un promedio de 60
niños judíos diariamente. A pesar de la gravedad de sus crímenes,
Mengele moriría con otra identidad, muchos años después, en Brasil. De
un paro cardíaco. Mientras se bañaba en la playa. Un injusto y benigno
final para uno de los mayores criminales del siglo XX.
Casi al tiempo que Mengele se incorporaba a las labores de investigación
daba comienzo el periodo más mortífero de Auschwitz. En el verano de
1943 se concluyeron las obras de ampliación del complejo de Birkenau.
Una fábrica de muerte perfectamente mecanizada. Se construyeron cuatro
unidades combinadas de cámara de gas y crematorio, y una vía de tren con
un área específica para el desembarco. La sistematización del asesinato
en masa, el genocidio en estado puro. La historia humana ha sido
pródiga en matanzas de toda índole, pero nunca se había hecho algo
parecido a lo del sistema de campos de exterminio nazi; sistema que
alcanzó su culminación en aquellos cuatro edificios de ladrillo de
Birkenau. Las nuevas instalaciones fueron poniéndose en funcionamiento a
lo largo de 1943, pero sería al año siguiente cuando alcanzarían el
límite de su capacidad asesina.
En marzo de 1944 Hitler ordenó la invasión de Hungría. No tenía
demasiado sentido hacerlo, en un momento en que Alemania se encontraba
emparedada en varios frentes que consumían muchos más recursos de los
que podía generar. Pero a esas alturas de la guerra la lógica militar de
los nazis se había trocado en simple saqueo. Hungría se había mantenido
casi al margen de la guerra, prestando un limitado apoyo a los alemanes
en las campañas de Yugoslavia y Rusia. Poseía, además, una de las más
grandes y prósperas comunidades judías del continente, y se encontraba
intacta. Ése fue su drama. Poco después de ocuparlo, el teniente coronel
de las SS Adolf Eichmann decretó la deportación de todos los judíos del
país. Auschwitz fue el destino elegido.
El campo se encontraba en su plenitud. Los subcampos de trabajo operaban
a pleno rendimiento, y la maquinaria de exterminio se encontraba en
perfectas condiciones para recibir y liquidar sin demasiados
contratiempos una avalancha que Himmler calculaba en medio millón de
personas. Rudolf Höss, que había sido reintegrado a la dirección del
campo tras una estancia en Berlín, volvió con ímpetus renovados. Ordenó
construir otro crematorio y cavar fosas especiales para incinerar
cadáveres. Estas fosas tenían peculiaridades que sólo asesinos
consumados como Höss tomaban en cuenta: aparte de la profundidad
adecuada para dar cabida a un gran número de cuerpos, se debían cavar
zanjas de drenaje para el desagüe de la grasa humana, que posteriormente
era reutilizada para avivar el fuego. Horripilante trabajo que estaba
encomendado a los Sonderkommando, esas unidades formadas por judíos que se encargaban de todo el trabajo sucio de la matanza.
Las deportaciones comenzaron el 2 de mayo, y se interrumpieron, por
decisión del presidente de Hungría, el 9 de julio. En poco más de dos
meses fueron deportados a Auschwitz más de 400.000 judíos húngaros. Casi
todos fueron ejecutados en las cámaras de gas. Otros murieron en los
trenes, de hambre y sed, durante el largo viaje que les conducía al
matadero. El procedimiento inventado en Treblinka se refinó y se hizo
más efectivo. Al llegar a la rampa de Birkenau, los judíos eran
separados por sexos y puestos en dos filas. Entonces, un oficial médico
hacía una rápida selección. Los jóvenes y fuertes eran conducidos a
Auschwitz I o a Monowitz, para morir trabajando; el resto, casi todas
las mujeres, todos los niños y los pocos ancianos que habían llegado con
vida, eran llevados a las cámaras. Se les obligaba a desnudarse y se
les cortaba el pelo. Luego pasaban a la cámara, corriendo. En una
secuencia perfectamente acompasada, los guardias introducían pastillas
de Zyklon B por unos orificios practicados en la pared. Un minuto de
gritos y el silencio. Los Sonderkommando se ponían en marcha,
encendían los extractores y, con máscaras, comenzaban la labor de
limpieza. Subían los cadáveres al horno con un montacargas. Si el
crematorio no daba abasto, se sacaba los cuerpos al exterior para
quemarlos en las fosas.
El trabajo de los Sonderkommando era tan denigrante e inhumano
que muchos se volvían locos. Cada cierto tiempo eran asesinados y
reemplazados, hasta que, en octubre de 1944, se produjo un motín. La
guerra daba ya sus últimos jadeos, y los responsables de Auschwitz
empezaron a pensar en la retirada. Pero primero había que deshacerse de
todo vestigio del crimen sin nombre que habían perpetrado allí. Mandaron
dinamitar los crematorios, y ordenaron a los moribundos prisioneros
salir de los barracones y formar. Tenían que llevarse a los
supervivientes para rematarlos tranquilamente en Alemania y evitar, así,
que contasen al mundo lo que habían visto y padecido en aquel infierno.
Los campos fueron vaciándose, y se organizaron columnas de prisioneros
en marchas de la muerte que fueron aún más letales que el propio campo.
El día de la liberación los soldados rusos entraron en algo más que un
campo de concentración: entraron en el mayor patíbulo que haya conocido
jamás la especie humana.
Entre los alambres de espino de Auschwitz-Birkenau murieron y fueron
asesinadas 1.300.000 personas, de las cuales el 90% eran judías.
Provenían de casi todos los países de Europa y hablaban una veintena de
lenguas. Todas tenían nombre y apellidos, padre y madre, ilusiones y
proyectos. Todas eran inocentes. Han pasado 60 años, tiempo suficiente
como para que, en breve, desaparezcan los pocos supervivientes que
quedan. Cuando ya no dispongamos de memoria viva de lo que ocurrió en
Auschwitz, deberemos esforzarnos por transmitir a las generaciones
venideras lo que las anteriores nos transmitieron a nosotros. Sólo así
podremos estar seguros de que algo así no vuelva a repetirse. Nunca.
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de varyos payizes de la Europa,
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para la umanidad,
un grito de dezespero
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(Inscripción en sefardí colocada en una placa del Auschwitz-Birkenau Memorial.)
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http://biblioweb.sindominio.net/pensamiento/shoa.html
878ac134-1772-447f-8b4c-d55e86029fe0